El cuarto día de Ruta nos levantaron a las 4 de la mañana. Era aún de noche y nada parecía moverse al otro lado de las ventanas del barco… aunque sabíamos que la selva bullía de vida a nuestro alrededor…
Nos bajamos de la embarcación junto con nuestras mochilas, mirando hacia la espesura con inquietud y curiosidad, pisando el barro de la selva con cierta incertidumbre y con bastante
ilusión. En las dos horas que estuvimos esperando, vimos amanecer en el Amazonas y también hubo tiempo de que nos cayera un cálido chaparrón… La única vez, creo, que usé la capa de agua en la Ruta (por suerte).
María (de Madrid), y yo con la capa de agua en la selva.
Fue a eso de las 6 cuando vimos aparecer unas curiosas barcas, los peque-peques, en teoría llamados así por el ruido que hace su motor: «peque-peque-peque-peque…»
Para algunos, el viaje en peque-peque, fue lo más aburrido de la Ruta, o lo más desagradable (pues hubo gente que se mareó y vomitó durante el trayecto). Yo lo pasé genial en esas 14 horas, que se me pasaron volando.
La travesía comenzó por aquellos pequeños afluentes del Amazonas, serpenteantes, donde tan pronto el lecho del río puede medir varios metros como tan sólo unos pocos. En esos momentos, dependíamos totalmente de la pericia de nuestros conductores para no encallar. De hecho, a mitad de camino uno de los peque-peques quedó varado a un lado del río y los que lo ocupaban tuvieron que esperar durante varias horas a que otros los rescataran. Así, otro peque-peque tuvo que llevar al doble de la gente que podía portar y en alguna ocasión estuvo a punto de volcar… Pero Jaime (Belmonte) sigue vivo, así que eso no ocurrió, xD.
En aquella fantástica travesía por el río más caudaloso del mundo pudimos maravillarnos con la belleza de esta selva tan increíble, ese pulmón del mundo. Vimos y oímos llover a nuestro alrededor, a indígenas pescando y observamos libélulas, garzas y monos que nos aullaron desde lejos.
Fue una jornada increíble en la que tuvimos la oportunidad de conectar al máximo con la naturaleza y de conocernos los unos a los otros. De hecho, aquel día conocí a algunos de mis mejores amigos.
Nos rondaba algún que otro mosquito y el calor, pegajoso, se veía aumentado por los salvavidas que teníamos obligación de llevar, cuando pasó Jesús Luna (jefe de campamento de la expedición) en una lancha más rápida diciéndonos por su megáfono: «Policía de Pacaya Samiria, ¿tienen los pasaportes y los papeles en regla?» Al principio, antes de verle, creímos que la cosa iba en serio y nos quedamos sin habla porque no llevábamos encima ninguna documentación, pero luego lo vimos y nos echamos a reír.
A la hora de comer, los peque-peques se aparcaron a un lado del río y pudimos bajar a tierra a un claro rodeado de selva. El sitio estaba bastante embarrado, pero pudimos comer y escuchar una conferencia sobre las pirañas y los delfines rosados del Amazonas. Estos últimos, cuando los vimos, nos sorprendieron a todos mucho. Eran hermosos. Pero después de oír las palabras de los biólogos que nos acompañaban acerca de las pirañas todavía hubo quien navegó en nuestras barquitas con la mano metida en el agua como si estuviera en un paraíso idílico de película… Yo siempre pienso que es un milagro que nadie saliera de allí con una mano menos…
Y así, a la hora de la cena, divisamos las luces de nuestros barcos y nos subimos a ellos para comer… ¡pollo con arroz!
Fue un día y una experiencia inolvidable.
De esta manera, chicos, llega a su fin la historia de hoy… ¿Continuará la expedición por la Amazonía? ¿Y el viaje entero por Perú?